domingo, 2 de diciembre de 2012

La eternidad se nos escapa


La señora Michel...¿cómo diría yo? Irradia inteligencia. Y sin embargo, bien que se esfuerza, ¿eh?, salta a la vista que hace cuanto está en su mano por que la gente piense que es una portera normal y corriente, y por parecer tonta perdida. Pero yo ya la he observado cuando hablaba con Jean Arthens, cuando hablaba con Neptune sin que se entere Diane, cuando mira a las señoras del edificio que pasan delante de ella sin saludarla siquiera. La señora Michel tiene la elegancia del erizo: por fuera está cubierta de púas, una verdadera fortaleza, pero intuyo que, por dentro, tiene el mismo refinamiento sencillo de los erizos, que son animalitos falsamente indolentes, tremendamente solitarios y terriblemente elegantes.


La elegancia del erizo (Seix Barral, 2007) de Muriel Barbery, es uno de esos libros que se va haciendo hueco poco a poco en el corazón del lector, que presenta una fachada (la del número 7 de la calle Grenelle, en París) para poco a poco ir derribándola y descubriendo todo aquello que se esconde tras los muros de la vivienda.

     La autora hace gala de un estilo sencillo y evocador a través del cual nos lleva a conocer a las dos grandes protagonistas de la historia: por un lado, Renée Michel, la portera del edificio, cuya vida transcurre anodinamente entre los quehaceres propios de su trabajo, mientras que cuando nadie la observa y nadie puede descubrir su “secreto”, se deleita con la más alta literatura y el cine de autor. Consciente de la necesidad de mantener de cara a la galería su imagen de portera simple y vacía, disfruta de sus momentos de soledad con el arte. Por otra parte, Paloma Josse, vecina del inmueble, una peculiar niña de doce años, que esconde en su interior todo un mundo de ideas y sentimientos poco propios de su corta edad. Incomprendida por todos aquellos que la rodean, se refugia en su cuaderno, donde escribe sobre todo aquello que observa a su alrededor.

     A través de capítulos alternos, vamos conociendo la vida y los pensamientos de dos personas radicalmente opuestas en cuanto a condición social y sorprendentemente unidas en aquello que irremediablemente las caracteriza: la soledad. Descubrimos en Renée una historia de supervivencia frente a lo inmenso del mundo, una vida de fingimientos por ese sentimiento de inferioridad que el paso del tiempo le ha hecho concebir en su ser, una humilde y sencilla mujer que no se considera merecedora de mostrarse al mundo tal y como es, de dar a conocer a la entrañable e inteligente mujer que en realidad es. En el lado opuesto, Paloma, de familia acomodada y aparentemente rodeada de todo lo que necesita, encuentra en la soledad el refugio perfecto para huir de una familia que no logra, ni intenta, comprenderla. Será, de hecho, la única en descubrir la verdadera naturaleza de la señora Michel, con esa sensibilidad que une a aquellos que son semejantes entre sí.

     El punto de inflexión en la historia llegará con un nuevo vecino del inmueble, el japonés Kakuro Ozu. Él será también testigo directo de la realidad que esconde Renée, y actuará de vínculo entre la portera y Paloma, creándose entre ambas una complicidad que no necesitará de las palabras para mostrarse.

     Muriel Barbery se sirve de esta historia para reflexionar sobre la condición humana, sobre lo que nos une, lo que nos separa, para abrir un nuevo resquicio al mundo de las apariencias, de la necesidad de “escarbar”, de ahondar un poco más en las personas para descubir lo que realmente son, de cómo personas aparentemente distantes pueden encontrar un nexo de unión en el mundo que les rodea, que nada tiene que ver con ellos y aproximarse para siempre, a través de la reflexión sobre temas universales como el arte, el destino, la belleza o la eternidad.

     Finalizo esta entrada con uno de los fragmentos que creo que recoge la esencia del libro, de lo que pretende evocar, de las sensaciones que provoca en el lector:

Y entonces, lluvia de verano...

¿Saben lo que es la lluvia de verano?
Primero la belleza pura horadando el cielo de verano, ese temor respetuoso que se apodera del corazón, sentirse uno tan irrisorio en el centro mismo de los sublime, tan frágil y tan pleno de la majestuosidad de las cosas, atónito, cautivado, embelesado por la magnificencia del mundo.
Luego, recorrer un pasillo y, de pronto, penetrar en una cámara de luz. Otra dimensión, certezas recién formadas. El cuerpo deja de ser ganga, el espíritu habita las nubes, la fuerza del agua es suya, se anuncian días felices, en un renacer.
Después, como a veces el llanto, cuando es rotundo, fuerte y solidario, deja tras de sí un gran espacio lavado de discordias, la lluvia, en verano, barriendo el polvo inmóvil, crea en las almas de los seres una suerte de hábito sin fin.

Así, ciertas lluvias de verano se anclan en nosotros como un nuevo corazón que late al unísono del otro.

1 comentario:

  1. Me has despertado la curiosidad por leerlo :) Sigue escribirlo Victoria, me encantasss!!!

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